sábado, 2 de abril de 2011

DISPUESTOS A MORIR POR SU FE

Cuenta Richard Wurmbrand en su best seller autobiográfico, Torturado por Cristo, que cuando los rusos ocuparon Rumania, dos soldados rusos irrumpieron en una iglesia cristiana y, apuntando sus armas a todos los presentes, gritaron:

—¡No creemos en su fe! A los que no renuncien de inmediato a ella, los mataremos de un tiro ahora mismo. Los que renuncian a su fe, pasen a la derecha.

Algunos se pasaron a la derecha del recinto.

—¡Ustedes, salgan de la iglesia y regresen a sus casas! —les ordenó uno de los soldados.

Y salieron huyendo, como alma que lleva el diablo.

Los soldados rusos, una vez que quedaron solos con la mayoría de los asistentes que no se habían movido ni un ápice, los abrazaron y les dijeron emocionados:

—Nosotros también somos seguidores de Cristo, pero queríamos fraternizar sólo con aquellos que están dispuestos a morir por la verdad que profesan.1

En realidad, esta historia pone el dedo en la llaga. Aunque cueste trabajo admitirlo, hay muchos presuntos cristianos que tienen una úlcera en el alma que los está envenenando por completo.

Para éstos, el cristianismo no es más que un amuleto contra la mala suerte que en el mejor de los casos les trae muy buena suerte. Creen que Jesucristo tiene la obligación de protegerlos de todo accidente y de proveerles de todo lo que ansían y piden para gastar en sus propios deleites. Hacen con la religión un negocio. «Si yo sigo a Cristo —dicen—, entonces Él tiene que darme salud, dinero y placeres. Y si no, entonces no tengo por qué seguirlo.»

En cambio, los seguidores de Cristo que viven en países donde el ateísmo es la religión del estado arriesgan la vida cuando confiesan su fe en Él. En los lugares en que hay leyes que prohíben hablar acerca de la fe cristiana con personas menores de dieciocho años, el hacer tal proselitismo puede significar prisión y muerte. Y sin embargo miles de hombres y mujeres lo hacen, convencidos de la justicia de su causa, afrontando con valor hasta las últimas consecuencias.

Aunque parezca algo severo, Cristo espera lo mismo de todos sus seguidores, cualquiera que sea su país de origen o de residencia. Es que lo que no nos cuesta nada tampoco tiene valor alguno. Por eso el Rey David le dijo al jebuseo Arauna que no ofrecería a Dios lo que no le hubiera costado nada.2 Y por eso Cristo categóricamente dijo: «Si alguien quiere ser mi discípulo, que se niegue a sí mismo, lleve su cruz y me siga. Porque el que quiera salvar su vida, la perderá; pero el que pierda su vida por mi causa y por el evangelio, la salvará.... Si alguien se avergüenza de mí y de mis palabras en medio de esta generación adúltera y pecadora, también el Hijo del hombre se avergonzará de él cuando venga en la gloria de su Padre con los santos ángeles.»3

1 Richard Wurmbrand, Torturado por Cristo (Bogotá: Editorial Buena Semilla, 1967), p. 111.
2 2S 24:24
3 Mr 8:34,35,38

por Carlos Rey